martes, 2 de septiembre de 2014

Destrozando infancias: Heidi

Adelaida era una mujer amargada y profundamente resentida con sus padres por ponerle  un nombre tan horrendo. Era tan insoportable que su marido se pasaba las noches en el bar para no tener que aguantarla. Adelaida se sentía muy sola, estaba tan cansada de acariciarse el garbanzo en soledad que aprovechó la visita de Paco “El Butanero” para zumbárselo. Pero Paco no era muy amigo de los plásticos, así que se la pinchó a pelo y se largó cagando leches, dejando a Adelaida con una horda de ladillas asesinas y una bombona llamada Heidi.

Pasaron siete meses y los minúsculos insectos comenzaron a invadir el útero de Adelaida, así que Heidi, a riesgo de quedarse canija, escapó del vientre materno rauda como el viento. Y justo a tiempo, porque los piojos púbicos se merendaron a su madre en un pispás. Cuando el padre de Heidi llegó a casa y vio el percal se marchó a por tabaco y no regresó jamás, dejando a la pequeña con su atractiva tía Deté, conocida por salir enseñando pechuga en ciertas revistas masculinas.

Heidi pasó unos años muy malos en el colegio. Sus compañeras la llamaban enana y los pocos amigos que tenía se pasaban más tiempo mirando las tetas de su tía que jugando con Heidi a los médicos, así que abrió el minibar y se pilló tal cogorza que se quedó con las mejillas sonrosadas de por vida. Además, Heidi tenía una voz de pito tan estridente que Deté empezó a perder el juicio, así que cogió a la niña y se la vendió a un viejo verde de las montañas por treinta pavos.

El anciano resultó ser El Abuelito, conocido pedófilo de los Alpes Suizos. Heidi se pasaba los días encerrada en un zulo sin poder ir a la escuela, y cada dos por tres el viejo la visitaba para darle un poco de su leche recién ordeñada. También la obligaba a practicar todo tipo de perversiones que implicaban a un San Bernardo, y si se portaba bien la recompensaba con un Copo de Nieve, la mejor farlopa de todo el lugar. Pasó tanto tiempo allí que Heidi sufría Síndrome de Estocolmo, así que El Abuelito y ella parecían una auténtica familia.

Llegó a los oídos de un pastor llamado Pedro que el pederasta tenía una nueva chiquilla en su cabaña, así que subió a lo alto de la montaña y miró a través del ventanuco del zulo. Pedro se había pasado media vida espiando en la ducha a su abuela y su única experiencia sexual, por aquel momento, tenía que ver con una cabra. La niña que tenía delante era de su edad, y aunque no era muy guapa y usaba bragas de faja no encontró nada mejor en diez kilómetros a la redonda, así que se congratuló por la oportunidad, se bajó los pantalones y se estrujó fuerte la sardina para sacar todo el escabeche.

Pero Deté regresó. Había ido de compras al Bershka y cuando fue a pagar descubrió que el dinero de El Abuelito era más falso que unas zapatillas Pumba, así que agarró a Heidi y se la llevó a un burdel clandestino de la gran ciudad para que se ganase la vida con lo aprendido en las montañas. El prostíbulo era regentado por una tal señorita Rottemeier, una dominatrix dura pero de buen corazón que combatió el mono de coca de Heidi a base de fusta. Allí también vivía Clara, una joven de Europa del Este con quien Heidi hizo buenas migas. Clara otrora fue la estrella del local, tenía tanto éxito que trabajaba sin descanso, hasta que una noche llegó un mozambiqueño demasiado impetuoso y la dejó en silla de ruedas.

Clara lloraba sin parar. Desde su fatídico accidente ya ningún cliente pedía sus servicios, y a ella la encantaba follar. Heidi, que se empezaba a sentir atraída por Clara, decidió animarla y se la llevó de viaje romántico a la montaña, donde conocería a El Abuelito. El viejo, que no entendía de tabús, trató de violarla nada más verla. Clara, aterrorizada por el depravado viejo, se levantó y echó a correr como alma que lleva el diablo, recuperándose de su discapacidad por fuerza mayor.

Finalmente Clara se arrojó a los brazos de Heidi, gracias a ella podía caminar otra vez. Las dos muchachas se revolcaron colina abajo y practicaron la tijera toda la noche. Mientras, Pedro observaba desde los matorrales, masturbándose, en silencio.



1 comentario:

  1. Tan real como la vida misma. Es como volver a tener 7 años.

    ResponderEliminar